D. JUAN: Mas, ¡cielos, qué es lo que veo! O es ilusión de mi vista, o a doña Inés el artista aquí representa, creo.
ESCULTOR: Sin duda.
D. JUAN: ¿También murió?
ESCULTOR: Dicen que de sentimiento cuando de nuevo al convento abandonada volvió por don Juan.
D. JUAN: ¿Y yace aquí?
ESCULTOR: Sí.
D. JUAN: ¿La visteis muerta vos?
ESCULTOR: Sí.
D. JUAN: ¿Cómo estaba?
ESCULTOR: ¡Por Dios, que dormida la creí! La muerte fue tan piadosa con su cándida hermosura, que la envió con la frescura y las tintas de la rosa.
D. JUAN: ¡Ah! Mal la muerte podría deshacer con torpe mano el semblante soberano que un ángel envidiaría. ¡Cuán bella y cuán parecida su efigie en el mármol es! ¿Quién pudiera, doña Inés, volver a darte la vida! ¿Es obra del cincel vuestro?
ESCULTOR: Como todas las demás.
Doña Inés también ha hecho una apuesta, pero con Dios: si logra el arrepentimiento del joven, los dos se salvarán pero, si no lo consigue, se condenarán eternamente. Ante la tumba de Don Gonzalo, Don Juan invita al comendador a cenar y éste lo invita a su vez a compartir la mesa de piedra con él en el panteón. Cuando el espíritu del Comendador está a punto llevarse a Don Juan al infierno, Doña Inés interviene y le ruega que se arrepienta. La joven gana la apuesta y los dos suben al cielo rodeados de cantos e imágenes celestiales:
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